Permíteme Madre que me sirva de este post para abrirte mi corazón, en este mes de noviembre de 2021 en el que, como cada año, luces radiante ataviada de luto. Pronto se cumplirán veintiún años de esa imborrable fecha en la que, postrado a tus pies, juré las reglas de la hermandad. Un recuerdo que permanece intacto en mi memoria y en mi corazón por múltiples circunstancias, pero, especialmente, por haber acudido a tu llamada, al encuentro con Tu Hijo Sentenciado, y dar ese paso tan importante en mi vida, convirtiéndome en un macareno más que intenta, cada día, ser lo que tú me pides, aunque bien sabes que lo tienes hartamente difícil.
Pero no es menos cierto que uno es como es y que, por mucho que lo intento, mi fuerte personalidad no siempre se alinea con lo que predico, con lo que creo y con lo que siento. Que soy incapaz de controlar mi impaciencia, de hacer frente a la falta de empatía que me provocan los que no lo dan todo o buscan sus propios intereses, su beneficio personal. Que reniego de las injusticias en toda la extensión de la palabra y de los que se aprovechan de su condición social o laboral para medrar o hacer daño. Que detesto a los libres pensadores, resentidos y neuróticos del yo por el yo y, como olvidarlos, a los palmeros, pelotas, meapilas y cobardes que agachan la cabeza cuando te ven pero que les falta tiempo para sacar sus bilis aprovechando que “el Pisuerga pasa por Valladolid” y arremeten sin sentido contra los míos o contra mí.
Como te digo, cumplir años es algo que no siempre sabemos valorar o apreciar, pero también es motivo suficiente para que el “disco duro” se pete, con lo que ello supone de ser menos tolerante, más cascarrabias e, incluso, más insociable, si me permites la expresión.
Hemos vivido tiempos complicado en los últimos años. Particularmente, lo sabes bien, no he sabido apreciar la suerte de haber mantenido intacta mi salud, de no haber perdido el empleo, de que los míos estén vivos, sanos y bien. Más bien al contrario, me he dejado llevar por el egoísmo, la soledad o el miedo, sin poner en valor que había muchos otros que estaban sufriendo más que yo, poniendo su vida en peligro para ayudarnos a todos y que, Tu presencia y la del Señor, junto a la de mi mujer, mis hijos, mis nietas, mi familia en general y la de muchos amigos y hermanos cofrades, no la he sabido apreciar como realmente correspondía hacerlo. ¡Vaya cristiano y vaya cofrade que estoy hecho! Mucho golpe de pecho y poco predicar con el ejemplo. Por ello, públicamente, mi perdón y mi pesar a ti y todos y cada uno de ellos.
No puedo concluir esta reflexión sin pedirte un pequeño soplo de Esperanza: Esperanza para los que aún sufren o han sufrido las consecuencias de esta pandemia. Esperanza para los que son o somos incapaces de seguir el mandamiento de Tu Hijo. Esperanza para que terminen las contiendas entre los políticos y gobernantes, entre los cofrades de primera, de segunda y de tercera fila. Esperanza para aquellos que tienen en sus manos la capacidad de transformar esta sociedad, haciéndola más igualitaria, más justa, más en paz, mas de amor. Esperanza para que sepamos aceptar al que no es como nosotros, al que piensa diferente y al que cree que su verdad y su razón también son dignas de tener en cuenta.
Gracias, Madre Santísima de la
Esperanza Macarena, por estar siempre vigilante, por tu protección, por iluminar mis pasos, por no permitir que desfallezca, por poner en mi camino a maravillosas
personas que me quieren, me soportan y me valoran más de lo que merezco. Mis oraciones para todos ellos,
para aquellos que están pasando por momentos de dificultad, por los despojados
de este mundo y por los que, en este mes de los difuntos, en el que te vistes
de negro, han partido al encuentro de Tu Hijo.