A Nuria, con todo mi amor, respeto y
admiración:
Decía San Agustín de Hipona que “La muerte
no es el final”. Palabras complicadas de entender y asumir si nuestra fe es
escasa. Incluso, como en mi caso, hombre de fe entroncada en mi alma desde la
niñez, pueden sonar un tanto lejanas en estos momentos en los que busco el
Consuelo y la Esperanza de la Madre.
“La
muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo,
vosotros sois vosotros. Lo que somos unos para los otros, seguimos siéndolo. Dadme
el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis
hecho. No uséis un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste. Seguid
riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí.
Que
mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna
clase, sin señal de sombra. La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha
cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy
fuera de vuestra vista?
Os
espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino.
¿Veis?
Todo está bien. No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de Dios y lo
que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los Ángeles y verme en medio
de ellos ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos
y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar
como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!
Creedme:
Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me
encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a
este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel
que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón con todas sus
ternuras purificadas.
Volveréis
a verme, pero transfigurada y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando
con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con
embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.”
AMÉN
¡Qué hermosas palabras para agradecerte tanto,
mi querida Nuria, prima de sangre, de sueños y anhelos, de aventuras y
desventuras, de dolor y esperanza! Tu marcha de esta vida está llena de
contradicciones, muchos decimos también que está llena de injusticia. ¡Qué
injusta es la vida, sobre todo cuando es la muerte la que gana!
Siete años, con sus días y sus noches, con
muchas luces y con espesas sombras, se convirtieron en una lucha sin tregua
contra ese okupa al que todos creíamos que acabarías echando de tu morada. ¡Qué
ilusos! Hasta él se sentía confortable
en tu interior, aun a sabiendas de que contigo no le cabía descanso alguno. Ni
siquiera los “antidisturbios” que te machacaban el cuerpo han sido capaces de
expulsarlo. ¡Bien lo sabías tú!
Por eso has sido un ejemplo para todos,
sin excepción. Y hoy, a pocas horas de que nos despidamos de ti, cuando el pozo
de mis lágrimas parece estar ya seco, me sigo preguntando de dónde has sacado
tanta fuerza mental y física para soportar tanto, para conseguir que todos y
todas estuviéramos preocupados por tu salud, pero siempre esperanzados al
verte, al escucharte, al comprobar cómo tras cada una de tus recaídas te
levantabas con más fuerzas, con más ilusión, con más ganas de vencer cada
batalla.

Contradicciones y preguntas – puñeteras preguntas
– que no tienen respuesta. ¿Por qué tú? ¿Por
qué ahora? ¿Por qué después de tanto luchar? Quizás, en el mensaje de San
Agustín, encuentre alguna luz que ilumine las tinieblas que se han apoderado de mi
al ver como esa luz inmensa que irradiaba de tu corazón, se ha ido apagando y
debilitando estos últimos días. La luz que te acompañó desde aquél 6 de enero
en el que los Magos de Oriente te posaron en el pesebre de nuestra familia, convirtiéndote
en la más pequeña de los primos y que, con el trascurrir de los años, te
hicieron la más grande de todos: grande de corazón, grande de inteligencia,
grande como madre, esposa, hija, hermana, prima, amiga. Así eras, así eres, mi
niña, maravillosamente grande. ¡Un espejo en el que mirarnos, del que aprender
y que cada uno de nosotros pondremos en el lugar más especial de nuestros
corazones!
Cae la noche…Cierro los ojos y te veo a mi
lado, con la mano tendida, ofreciéndome tu sonrisa, tu mirada de amor, tu
belleza y esa elegancia que siempre ha sido una seña de identidad en tu vida.
Elegancia mezclada con tu belleza, a la cual nos hemos asido y acostumbrado;
elegancia para transmitirnos que estabas bien, aunque solo tu conocías ese
dolor interior que te machacaba. Elegancia para saber estar, dirigir,
organizar, saber hablar y también escuchar. Elegancia, en definitiva, que es la
suma de una herencia impagable con la que llenaremos ese vacío inmenso que
sentimos en estos momentos.

Será difícil aceptar que ya no estás entre
notros, que no podremos disfrutar más de todas las virtudes que atesorabas, de
las ganas y alegrías que tenías de vivir. Pero me niego a convertirte en un
mero recuerdo, por muchos y maravillosos que sean. Porque, para mí, la muerte
no ha vencido a la vida. Siempre has estado presente en mi corazón y así, con
más fuerza y amor si caben, seguirás estando a lo largo de los días que me
queden en esta caprichosa vida.
Gracias por haberme dado tanto y perdón
por no haber sabido estar a la altura de lo que me demandabas. Gracias por seguir cuidándonos ahora desde "la habitación de al lado", especialmente de Kike y de Alejandra, tus dos amores. De tus padres y de Carlos - mis tíos y mi primo - y de todos y cada uno de nosotros.
¡Siempre en mi corazón, mi niña, mi prima!
D.E.P. Nuria Hernández Fernández.