Las catedrales medievales conservan bellos relojes en la nave o en la torre. En el “espacio sagrado” su carillón recordaba a los fieles el “tiempo sagrado”: el Año Cristiano, el domingo y las fiestas, la Liturgia de las Horas. Meditemos sobre el tiempo.
1 – La medida del tiempo: El Eclesiastés nos ha ofrecido la página más bella sobre la carrera imparable de las manecillas del reloj: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar, y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse, y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar…” (Qo 3, 1-6). ¡Buena reflexión para fin de año!
2 – La fugacidad del tiempo: He aquí dos miradas complementarias. Jorge Manrique, en las Coplas por la muerte de su padre, nos ofrece una visión existencialista y pesimista:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor”.
3 – La plenitud del tiempo:
La hora 25 de nuestro tiempo es el tiempo de Dios:“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Juan Pablo II, durante el rezo de Vísperas del último día de año del año 1996, comentó este texto: “La expresión «plenitud de los tiempos» tiene una dimensión que podríamos definir «histórica»… Con esa expresión san Pablo desea evocar una dimensión más profunda que se refiere a todo lo que se realizó en la cueva de Belén: «envió Dios» al mundo «a su Hijo, nacido de mujer». En estas palabras revive el acontecimiento misterioso de la Noche santa: el unigénito y eterno Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Entró en la historia de los hombres y, en cierto sentido, la superó”.
Esta plenitud del tiempo encuentra su cenit en “la hora” de Jesús, su muerte y resurrección. En las bodas de Caná Jesús dijo a su madre: “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4). Sin embargo, en vísperas de su pasión, el mismo Jesús dijo ante sus apóstoles: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn, 12, 23-24).
El espacio y el tiempo son las andaderas del hombre terreno. Nos ayudan a vivir, es verdad, pero también son los barrotes de nuestra esclavitud. Santa Teresa ansiaba salir de “esta cárcel y estos hierros” y ser libre de una vez: “¡Ay, qué larga es esta vida! / ¡Qué duros estos destierros, / esta cárcel, estos hierros / en que el alma está metida! / Sólo esperar la salida / me causa dolor tan fiero, / que muero porque no muero”.
Florentino Gutiérrez. Sacerdote Salamanca, 31 de diciembre de 2010