EL HOMBRE ENDIOSADO
Cuando en 1797 los ejércitos franceses
invadieron Italia y el obispado de Ímola, el obispo de esta diócesis Mons. Chiaramonti, futuro Pío VII, dijo
una frase que aún hoy se recuerda y se comenta: “Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas”.
¿Qué relación existe, nos
preguntamos, entre el cristianismo y la democracia? ¿Tenía razón el obispo?
¿Tendrá algo que ver el César con Dios?
Tratando de encontrar una
respuesta aparece en mi fichero de citas un texto de Nicolás Berdiaeff ( Kiev, 1874
- París,
1948), escritor
y filósofo
ruso,
cuyas profundas convicciones religiosas y su oposición al autoritarismo
marcaron su obra y su vida. “La función
del Estado pertenece a los condicionamientos de este mundo. Pero el Estado sólo
tiene un significado funcional y, consiguientemente, relativo. Es menester negar
de todo punto la soberanía absoluta del Estado. El Estado ha tenido siempre una
tendencia a traspasar sus propios límites. Ha llegado a ser una realidad
autónoma. El estado quiere ser totalitario.
Y esta afirmación no es válida sólo para el Estado comunista o
fascista. También en el período cristiano de la historia hubo una regresión a
la concepción pagana del Estado. Una de las acusaciones clásicas más
importantes que hizo Celso a los cristianos, era que éstos se comportaban como
ciudadanos malos y desleales al considerarse ciudadanos de otro reino. Ese
conflicto sigue todavía. Es el eterno conflicto entre Cristo, el Dios-hombre, y
el César, el hombre endiosado. La tendencia a la divinización del César es una
constante histórica, que apareció en la Monarquía y puede aparecer también en
la Democracia y en el Comunismo. No existe ningún tipo de soberanía terrena que
pueda compaginarse con el cristianismo, ni la soberanía de la Monarquía ni la
soberanía del pueblo o de una clase social. El único principio que se aviene
con el cristianismo es la afirmación de los derechos inalienables del hombre.
Pero el Estado difícilmente se reconcilia con ese principio".
Juan
Pablo II, con toda la fuerza de la verdad, en su encíclica Centesimus annus, de 1991, recordando la
triste historia que ha vivido Europa a lo largo del último siglo, escribió: “Una
auténtica democracia sólo es posible en un Estado de Derecho y sobre la base de
una recta concepción de la persona humana (...) Si no existe una verdad última, que guía y
orienta la acción política, las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores
se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como
demuestra la Historia”.
Veinte años después, su sucesor Benedicto XVI, en su discurso a los parlamentarios alemanes
en el Bundestag, repetía el mismo argumento con otras palabras: “La política debe ser un compromiso por la
justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un
político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una
acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la
justicia, a la voluntad de aplicar el Derecho. El éxito puede ser también una
seducción, y así abre la puerta a la desvirtuación del Derecho, a la
destrucción de la justicia. Quita el derecho -dijo san Agustín- y, entonces,
¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos? Nosotros, los alemanes,
sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera”.
Por algo el jesuita francés Henri de Lubac escribió: “No es verdad que el hombre sea incapaz de
organizar la tierra sin Dios. Pero sí es verdad que sin Dios no puede, en
definitiva, organizarla más que contra los demás hombres”.
Florentino Gutiérrez. Sacerdote y Vicario General de la Diócesis de Salamanca www.semillacristiana.com