La fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, se celebra en toda la Iglesia el 15 de agosto. Esta fiesta tiene un doble objetivo: La feliz partida de María de esta vida y la asunción de su cuerpo al cielo.
“En esta solemnidad de la Asunción contemplamos a María: ella nos abre a la Esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: acoger en la fe a su Hijo; no perder nunca la amistad con él, sino dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios”. Homilía de Benedicto XVI (2010)
El Dogma de la Asunción fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus:
“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo.”
Por tanto, cada 15 de Agosto celebramos con gozo que la Madre de Dios, Nuestra Madre, después de su vida terrenal, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial. Un hecho de gran importancia para nosotros, cristianos y cofrades, devotos de María, pues en él se establece la relación que hay entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La presencia de María, humana como nosotros, quien se halla en cuerpo y alma ya glorificada en el Cielo, es eso: una anticipación de nuestra propia resurrección. Y todo ello, precisamente, se enmarca en ese término que conocemos como Dogma, una verdad de Fe, revelada por Dios y propuesta por la Iglesia como tal.
La Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Concilio Vaticano II) no deja lugar a dudas: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del Cielo y elevada al Trono del Señor como Reina del Universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte”.
Como reflexión final, no estaría mal que nos quedásemos con ese mensaje de Esperanza que la Asunción a los Cielos de la Santísima Virgen nos ofrece en este día. Convendría que empezásemos a desterrar de nuestros pensamientos esas ideas que amparadas en el enigma de la muerte, algunos se empeñan en colocarnos – reencarnación – y dedicásemos un poco de nuestro tiempo a ensalzar y ofrecer nuestro amor a María también siendo fieles defensores de que misterios como el de la Asunción, y más en este Año de la Fe, tienen que ver con la otra vida, con la escatología, con las realidades últimas del ser humano, con la Esperanza cierta de la inmortalidad contenida en la promesa hecha por Jesús sobre nuestra futura resurrección.
Saber que María ya está en el Cielo, gloriosa en cuerpo y alma, nos renueva la Esperanza en nuestra futura inmortalidad y felicidad perfecta para siempre.
Mujer vestida de sol, tu das a luz al Salvador
que empuja hacia el nuevo nacimiento.
Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho
de parte del Señor, en ti ya se ha cumplido.
María Asunta, signo de Esperanza y de Consuelo,
de humanidad nueva y redimida, danos de tu Hijo
ser como tú llenas del Espíritu Santo,
para ser fieles a la Palabra que nos llama a ser,
también como tú, sacramentos del Reino.
Hoy, tu sí, María, tu fiat, se encuentra con el sí de Dios
a su criatura en la realización de su alianza,
en el abrazo de un solo sí.
Amén.